martes, 5 de enero de 2010
Seis piezas fáciles - La física explicada por un genio
Autor: Richard Feynman. Existe una falsa creencia popular según la cual la ciencia es una empresa impersonal, desapasionada y completamente objetiva, mientras que la mayor parte de las otras actividades humanas están dominadas por modas, caprichos y caracteres, se supone que la ciencia se atiene a reglas de procedimiento establecidas y pruebas rigurosas. Lo que cuenta son los resultados, y no las personas que los producen.
Esto es, por supuesto, de lo más absurdo. La ciencia, como cualquier empresa humana, es una actividad impulsada por personas y está igualmente sujeta a modas y caprichos. En este caso, la moda no se establece tanto por la elección del tema como por la forma en que los científicos piensan acerca del mundo. Cada época adopta un enfoque particular para los problemas científicos, siguiendo normalmente la estela dejada por algunas figuras dominantes que fijan los temas y definen los mejores métodos para tratarlos. De vez en cuando, el científico alcanza altura suficiente para llegar a la atención del público general, y cuando está dotado de un don sobresaliente un científico puede llegar a convertirse en un ídolo para toda la comunidad científica. En siglos pasados Isaac Newton fue un ídolo. Newton personificó al científico caballero: bien relacionado, devotamente religioso, tranquilo y metódico en su trabajo. Su estilo de hacer ciencia fijó el canon durante doscientos años. En la primera mitad del siglo XX Albert Einstein reemplazó a Newton como ídolo científico popular. Excéntrico, desmelenado, germánico, distraído, completamente absorto en su trabajo y un pensador abstracto arquetípico, Einstein cambió el modo de hacer física al cuestionarse los propios conceptos que definen la disciplina.
A comienzos de los años sesenta Feynman fue persuadido para impartir un curso de física introductorio para los estudiantes de primer y segundo año en el Caltech. Lo hizo con su tono característico y su inimitable mezcla de informalidad, gusto y humor poco convencional. Afortunadamente, estas lecciones inapreciables fueron salvadas para la posteridad en forma de libro. Aunque muy alejadas en estilo o presentación de los textos de enseñanza más convencionales, las Lecciones de Física de Feynman tuvieron un enorme éxito y excitaron e inspiraron a una generación de estudiantes en todo el mundo. Tres décadas después, estos volúmenes no han perdido nada de su chispa y lucidez. Seis piezas fáciles está extraído directamente de las Lecciones de Física. Se propone ofrecer a los lectores no especializados un sabor sustancial de Feynman el Educador extraído de los primeros capítulos no técnicos de esta obra señera. El resultado es un libro delicioso, que sirve a la vez como una introducción a la física para los no científicos y como una introducción al propio Feynman.
Lo más impresionante de la cuidadosamente elaborada exposición de Feynman es la forma en que es capaz de desarrollar nociones físicas de gran alcance a partir de una mínima inversión en conceptos, y con un mínimo de matemáticas y jerga técnica. Tiene la habilidad de encontrar precisamente la analogía correcta o la ilustración cotidiana para transmitir la esencia de un principio profundo, sin oscurecerlo con detalles accidentales e irrelevantes.
La selección de los temas contenidos en este volumen no pretende ser una revisión completa de la física moderna, sino que intenta dar un sabor seductor del enfoque de Feynman. Pronto descubrimos cómo puede iluminar incluso temas triviales como los de fuerza y movimiento con nuevas intuiciones. Los conceptos clave están ilustrados con ejemplos sacados de la vida diaria o de la Antigüedad. La física se relaciona continuamente con otras ciencias mientras que al lector no le queda ninguna duda sobre cuál es la disciplina fundamental.
Desde el mismo principio de Seis piezas fáciles aprendemos que toda la física está enraizada en la noción de ley: la existencia de un universo ordenado que puede ser entendido mediante la aplicación del pensamiento racional. Sin embargo, las leyes de la física no son transparentes para nosotros en nuestras observaciones directas de la naturaleza. Están frustrantemente ocultas, sutilmente codificadas en los fenómenos que estudiamos. Los procedimientos arcanos del físico —una mezcla de experimentación cuidadosamente diseñada y teorización matemática— son necesarios para desvelar la realidad legaliforme subyacente.
Posiblemente la ley más conocida de la física es la ley de Newton de la inversa del cuadrado para la gravitación, discutida en el capítulo 5, sobre la gravitación. El tema se introduce en el contexto del Sistema Solar y las leyes de Kepler del movimiento planetario. Pero la gravitación es universal, se aplica en todo el cosmos, lo que capacita a Feynman para salpicar su exposición con ejemplos tomados de la astronomía y la cosmología. Comentando una fotografía de un cúmulo globular, mantenido de algún modo por fuerzas invisibles, exclama líricamente: «Si alguien no puede ver aquí la gravitación en acción, es que no tiene alma».
Se conocen otras leyes relativas a las diversas fuerzas no gravitatorias de la naturaleza que describen cómo interaccionan entre sí las partículas de materia. Sólo hay un puñado de estas fuerzas, y el propio Feynman ostenta la notable distinción de ser uno de los pocos científicos en la historia que ha descubierto una nueva ley de la física, concerniente al modo en que una fuerza nuclear débil afecta al comportamiento de ciertas partículas subatómicas.
La física de partículas de altas energías fue la joya de la corona de la ciencia de la posguerra, al mismo tiempo temible y atractiva, con sus enormes aceleradores y su aparentemente inacabable lista de partículas subatómicas recién descubiertas. La investigación de Feynman estuvo dirigida principalmente a explicar los resultados de esta empresa. Un gran tema unificador entre los físicos de partículas ha sido el papel de la simetría y las leyes de conservación para poner orden en el zoológico subatómico.
Muchas de las simetrías conocidas por los físicos de partículas eran ya familiares en la física clásica. Entre éstas eran claves las simetrías que surgen de la homogeneidad del espacio y el tiempo. Consideremos el tiempo: aparte de la cosmología, donde el «big bang» marcó el comienzo del tiempo, no hay nada en la física que distinga un instante de tiempo del siguiente. Los físicos dicen que el mundo es «invariante bajo traslación temporal», lo que quiere decir que ya tomemos la medianoche o el mediodía como el cero de tiempo en nuestras medidas, esto no supone ninguna diferencia en la descripción de los fenómenos físicos. Los procesos físicos no dependen de un cero absoluto del tiempo. Sucede que esta simetría bajo traslación temporal implica directamente una de las leyes más básicas, y también más útiles, de la física: la ley de la conservación de la energía. Esta ley dice que podemos llevar la energía de un lado a otro y transformarla, pero no podemos crearla o destruirla. Feynman hace esta ley cristalinamente clara con su divertida historia de Daniel el Travieso que siempre está ocultando malévolamente sus bloques de construcción de juguete a su madre (capítulo 4, sobre la conservación de la energía).
La lección de este libro que plantea un reto mayor es la última, que es una exposición de la física cuántica. No es exagerado decir que la mecánica cuántica ha dominado la física del siglo XX, y es con mucho la teoría científica de más éxito entre las existentes. Es indispensable para la comprensión de las partículas subatómicas, los átomos y los núcleos, las moléculas y el enlace químico, la estructura de los sólidos, los superconductores y los superfluidos, la conductividad eléctrica y térmica de los metales y los semiconductores, la estructura de, las estrellas y muchas otras cosas. Tiene aplicaciones prácticas que van desde el láser al microchip. ¡Todo esto procede de una teoría que a primera vista —y a segunda vista— parece absolutamente loca! Niels Bohr, uno de los fundadores de la mecánica cuántica, comentó en cierta ocasión que quienquiera que no se haya sentido conmocionado por la teoría no la ha entendido.
El problema es que las ideas cuánticas inciden en el propio corazón de lo que podríamos llamar realidad de sentido común. En particular, la idea de que objetos físicos tales como electrones o átomos disfrutan de una existencia independiente, con un conjunto completo de propiedades físicas en todo instante, es puesta en cuestión. Por ejemplo, un electrón no puede tener al mismo tiempo una posición en el espacio y una velocidad bien definidos. Si buscamos dónde está localizado el electrón, lo encontraremos en un lugar, y si medimos su velocidad obtendremos una respuesta precisa, pero no podemos hacer ambas observaciones a la vez. Ni tiene sentido atribuir valores precisos, aunque sean desconocidos, a la posición y la velocidad de un electrón en ausencia de un conjunto completo de observaciones.
Este indeterminismo en la naturaleza misma de las partículas atómicas está resumido en el celebrado principio de incertidumbre de Heisenberg. Éste pone límites estrictos a la precisión con que pueden conocerse simultáneamente propiedades tales como la posición y la velocidad. Un valor preciso de la posición difumina el rango de valores posibles de la velocidad y viceversa. La borrosidad cuántica se muestra en la forma en que se mueven los electrones, fotones y otras partículas. Algunos experimentos pueden revelar cómo éstos toman caminos definidos en el espacio, al modo de balas que siguen trayectorias hacia un blanco. Pero otros montajes experimentales muestran que estas entidades pueden comportarse también como ondas, mostrando figuras características de difracción e interferencia.
El análisis maestro de Feynman del famoso experimento de la «doble rendija», que plantea la «perturbadora» dualidad onda-partícula en su forma más aguda, ha llegado a convertirse en un clásico de la historia de la exposición científica. Con unas pocas ideas muy simples, Feynman se las arregla para llevar al lector al mismo corazón del misterio cuántico, y nos deja sorprendidos con la naturaleza paradójica de la realidad que expone.
Aunque la mecánica cuántica había producido sus libros de texto a principios de los años treinta, es típico de Feynman que, siendo joven, él prefiriese reformular la teoría para sí mismo con un aspecto completamente nuevo. El método de Feynman tiene la virtud de que nos proporciona una imagen vívida de la maquinaria cuántica de la naturaleza en acción. La idea consiste en que la trayectoria de una partícula en el espacio no está en general bien definida en mecánica cuántica. Podemos imaginar un electrón que se mueve libremente, pongamos por caso, no viajando meramente en línea recta entre A y B, como sugeriría el sentido común, sino tomando muchos caminos zigzagueantes. Feynman nos invita a imaginar que el electrón explora de algún modo todas las rutas posibles, y en ausencia de una observación de qué camino ha tomado nosotros debemos suponer que todos estos caminos alternativos contribuyen de algún modo a la realidad. Así, cuando un electrón llega a un punto del espacio —digamos a una pantalla— deben integrarse conjuntamente muchas historias diferentes para crear este único suceso.
La denominada integral de camino de Feynman, o enfoque de la suma sobre historias para la mecánica cuántica, establece esta notable idea como un procedimiento matemático. Siguió siendo más o menos una curiosidad durante muchos años, pero a medida que los físicos llevaban la mecánica cuántica a sus límites —aplicándola a la gravitación, e incluso a la cosmología— la aproximación de Feynman resultó ofrecer la mejor herramienta de cálculo para describir un universo cuántico. La historia podrá juzgar perfectamente que, entre sus muchas contribuciones sobresalientes a la física, la formulación de la mecánica cuántica mediante integrales de camino es la más importante.
Muchas de las ideas discutidas en este volumen son profundamente filosóficas. Pero Feynman recelaba de los filósofos. Una vez tuve ocasión de tantearle sobre la naturaleza de las matemáticas y las leyes de la física, y sobre si podría considerarse que las leyes matemáticas abstractas gozaban de una existencia platónica independiente. Él dio una descripción animada y hábil de por qué lo parece así, pero pronto retrocedió cuando yo le presioné para que adoptase una postura filosófica concreta. Se mostró igualmente cauto cuando yo intenté sonsacarle sobre el tema del reduccionismo. Visto retrospectivamente, creo que Feynman no era, después de todo, desdeñoso de los problemas filosóficos. Pero, de la misma forma que fue capaz de hacer buena física matemática sin matemáticas sistemáticas, también produjo algunas buenas ideas filosóficas sin filosofía sistemática. Era el formalismo lo que le disgustaba, no el contenido.
Es poco probable que el mundo vea otro Richard Feynman. Era un hombre de su tiempo. El estilo de Feynman funcionaba bien para un tema que estaba en trance de consolidar una revolución y embarcarse en la exploración de largo alcance de sus consecuencias. La física de la posguerra estaba segura en sus fundamentos; madura en sus estructuras teóricas, pero enormemente abierta para una explotación pionera. Feynman entró en un país de las maravillas de conceptos abstractos e imprimió su modo personal de pensar sobre muchos de ellos. Este libro proporciona una ojeada única a la mente de un ser humano notable.
Paul Davies
Septiembre de 1994
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