martes, 5 de enero de 2010
Autor: Richard Feynman
Richard Feynman se ha convertido en un ídolo para la física de finales del siglo XX, el primer norteamericano en alcanzar este estatus. Nacido en Nueva York en 1918 y educado en la Costa Este, llegó demasiado tarde para participar en la edad de oro de la física, que, en las tres primeras décadas de este siglo, transformó nuestra visión del mundo con las revoluciones gemelas de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Estos rápidos desarrollos sentaron los cimientos del edificio que ahora llamamos la Nueva Física. Feynman partió de estos cimientos y ayudó a construir la primera planta de la Nueva Física. Sus contribuciones alcanzaron a casi todos los rincones de la disciplina y han tenido una profunda influencia en el modo en que los físicos piensan acerca del universo físico.
Feynman fue un físico teórico por excelencia. Newton había sido experimentador y teórico en la misma medida. Einstein era simplemente desdeñoso del experimento, prefiriendo poner su fe en el pensamiento puro. Feynman se vio impulsado a desarrollar una profunda comprensión teórica de la naturaleza, pero siempre permaneció próximo al mundo real y a menudo confuso de los resultados experimentales. Nadie que hubiera visto al último Feynman discutir la causa del desastre de la lanzadera espacial Challenger sumergiendo una banda elástica en agua helada podría dudar de que aquí había a la vez un showman y un pensador muy práctico.
Inicialmente, Feynman adquirió renombre con su trabajo sobre la teoría de las partículas subatómicas, en concreto la teoría conocida como electrodinámica cuántica o QED. De hecho, este fue el tema con el que se inició la teoría cuántica. En 1900, el físico alemán Max Planck propuso que la luz y las otras formas de radiación electromagnética, que hasta entonces habían sido consideradas como ondas, se comportaban paradójicamente como minúsculos paquetes de energía, o «cuantos», cuando interaccionaban con la materia. Estos cuantos particulares llegaron a conocerse como fotones. A comienzos de los años treinta los arquitectos de la nueva mecánica cuántica habían elaborado un esquema matemático para describir la emisión y absorción de fotones por partículas eléctricamente cargadas tales como electrones. Aunque esta primera formulación de la QED disfrutó de cierto éxito limitado, la teoría tenía fallos evidentes. En muchos casos los cálculos daban respuestas inconsistentes e incluso infinitas a preguntas físicas bien planteadas. Fue al problema de construir una teoría consistente de la QED al que orientó su atención el joven Feynman a finales de los años cuarenta.
Para colocar la QED sobre una base sólida era necesario hacer la teoría consistente no sólo con los principios de la mecánica cuántica sino también con los de la teoría de la relatividad especial. Estas dos teorías traían sus propias herramientas matemáticas características, complicados sistemas de ecuaciones que de hecho pueden combinarse y reconciliarse para dar una descripción satisfactoria de la QUED. Hacer esto era una empresa dura que requería un alto grado de habilidad matemática, y este fue el enfoque seguido por los contemporáneos de Feynman. Feynman, sin embargo, tomó un camino completamente diferente; tan radical, de hecho, ¡que él fue más o menos capaz de elaborar las respuestas directamente sin utilizar ninguna matemática!
Como ayuda para esta extraordinaria hazaña de intuición, Feynman inventó un sencillo sistema de diagramas epónimos. Los diagramas de Feynman son una manera simbólica pero poderosamente heurística de representar lo que sucede cuando los electrones, fotones y otras partículas interaccionan entre sí. Actualmente los diagramas de Feynman son una ayuda rutinaria para el cálculo, pero a comienzos de los años cincuenta marcaron un alejamiento sorprendente de la forma tradicional de hacer física teórica.
El problema concreto de construir una teoría consistente de la electrodinámica cuántica, aun constituyendo un jalón en el desarrollo de la física, fue sólo el principio. Iba a definir un estilo característico de Feynman, un estilo destinado a producir una cadena de resultados importantes en un amplio abanico de temas en la ciencia física. El estilo de Feynman puede describirse mejor como una mezcla de reverencia y falta de respeto hacia la sabiduría recibida.
La física es una ciencia exacta, y el cuerpo de conocimiento existente, aunque incompleto, no puede ser simplemente dejado de lado. Feynman adquirió una visión formidable de los principios aceptados de la física a una edad muy temprana, y decidió trabajar casi por completo sobre problemas convencionales. No era el tipo de genio que trabajase aislado en un remanso de la disciplina y diese con algo profundamente nuevo. Su talento especial consistía en aproximarse a temas esencialmente corrientes de una forma particular. Esto implicaba dejar de lado los formalismos existentes y desarrollar su propio enfoque altamente intuitivo. Mientras la mayoría de los físicos teóricos confían en cuidadosos cálculos matemáticos que proporcionen una guía hacia territorios poco familiares, la actitud de Feynman era casi displicente. Uno tiene la impresión de que él podía leer en la naturaleza como en un libro e informar simplemente de lo que encontraba, sin análisis tediosos y complejos.
En realidad, al seguir sus intereses de esta manera Feynman mostraba un saludable desprecio por los formalismos rigurosos. Es difícil transmitir la profundidad del genio necesario para trabajar de este modo. La física teórica es uno de los más duros ejercicios intelectuales, que combina conceptos abstractos que desafían la visualización con una complejidad matemática extraordinaria. Sólo adoptando los más altos niveles de disciplina mental pueden hacer progresos la mayoría de los físicos. Pero Feynman hacía caso omiso de este estricto código de actuación y arrancaba nuevos resultados como frutos maduros del Árbol del Conocimiento.
El estilo de Feynman debía mucho a la personalidad del hombre. En su vida profesional y privada parecía enfrentarse al mundo como si fuera un juego enormemente divertido. El universo físico se le presentaba como una serie fascinante de rompecabezas y desafíos, y lo mismo sucedía con su entorno social. Un eterno iconoclasta, trataba a la autoridad y al estamento académico con la misma falta de respeto que mostraba hacia el formalismo matemático rígido. Con poca paciencia para soportar estupideces, rompía las reglas cuando quiera que las encontrara arbitrarias o absurdas. Sus escritos autobiográficos contienen historias divertidas acerca de Feynman burlando los servicios de seguridad de la bomba atómica durante la guerra, Feynman violando claves, Feynman desarmando a las mujeres con un comportamiento descaradamente atrevido. De la misma forma, lo tomas o lo dejas, trató a su premio Nobel, concedido por su trabajo sobre la QED.
Junto a este malestar por el formalismo, Feynman sentía una fascinación hacia lo extraño y oscuro. Muchos recordarán su obsesión con el país hace tiempo perdido de Tuva en el Asia Central, tan deliciosamente captado en un film documental realizado poco antes de muerte. Sus otras pasiones incluían tocar los bongos, la pintura, frecuentar clubs de strip tease y descifrar los textos mayas.
El propio Feynman hizo mucho para cultivar su personalidad característica. Aunque reacio a poner la pluma sobre el papel, era versátil en la conversación y disfrutaba contando historias sobre sus ideas y escapadas. Estas anécdotas, acumuladas durante años, se sumaron a su mística e hicieron de él una leyenda proverbial durante su vida. Sus encantadores modales le ganaron el aprecio de los estudiantes, especialmente los más jóvenes, muchos de los cuales le idolatraban. Cuando Feynman murió de cáncer en 1988, los estudiantes del Caltech, donde él había trabajado durante la mayor parte de su carrera, desplegaron una pancarta con el simple mensaje: «Te queremos, Dick».
Fue esta aproximación desinhibida a la vida en general y a la física en particular la que hizo de él un comunicador tan soberbio. Tenía poco tiempo para impartir clases formales o incluso para supervisar a estudiantes de doctorado. De todas formas, podía dar brillantes lecciones cuando se lo proponía, desplegando todo el genio chispeante, la intuición penetrante y la irreverencia de que hacía gala en su trabajo de investigación.
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